Hablemos de economía Opinión

Administraciones públicas del siglo XIX

Hablemos de economía

Antonio Morlanes Remiro

PRESIDENTE DE ARAGONEX

aragonex@aragonex.com · www.aragonex.com

Quiero iniciar este artículo con una afirmación absoluta y rotunda: las administraciones públicas no funcionan. Me gustaría hacer un matiz que me parece de justicia. Con la afirmación categórica que he realizado me refiero a las funciones administrativas y/o burocráticas para la gestión. Sin duda, no entran en este concepto el ejercicio profesional de la medicina, la educación, la seguridad, es decir, los servicios directos a su función, no de gestión. Esta situación viene ocurriendo desde in illo tempore, o sea, que es un mal endémico y no conozco el motivo por el cual no se busca una solución. Puedo asegurar que es fácil, y ni de lejos es necesario inventar la penicilina.

Para que se entienda esta realidad, me atrevo a afirmar que con esta mala forma de gestión no han podido ni las dictaduras ni las democracias; son impasibles a cualquier cambio. La situación es que ningún gobierno ha sido capaz de estructurar un modelo eficaz de gestión, y no es porque la evolución tecnológica no lo haya permitido. Las empresas del sector privado, en mayor o menor medida, se han ido adecuando a estos nuevos tiempos. La pregunta es: ¿por qué no lo ha hecho el sector público?

Creo no equivocarme al afirmar que la estructura laboral de las administraciones públicas se quedó anquilosada en el siglo XIX. En primer lugar, debido a una organización que, en vez de responder económicamente a la productividad, lo hace mediante un sistema de seguridad laboral obsoleto y, por tanto, con trabajadores sin motivación en su función. También porque las administraciones públicas tienen clientela fija —somos todos los ciudadanos— y, si no nos parece correcto su funcionamiento, no tenemos elección. Así que no queda otra opción que armarse de paciencia ante el resultado buscado.

Los políticos no han sabido ver que, de acuerdo con sus decisiones de transformación convertidas en leyes, existe un paso posterior: que el modelo administrativo sea capaz de llevar a cabo esas normas. Y no lo es, pues nada incentiva a los funcionarios para hacer su trabajo de la manera más eficaz, la principal cuestión que es tener garantizado el puesto de trabajo de forma permanente, ese ya lo tienen con solo aprobar la oposición, así que a partir de ahí ya no deben demostrar nada a ese respecto. Para dar veracidad a esta afirmación, tomemos como ejemplo el caso del Ingreso Mínimo Vital. Esta Ley 19/2021, que entró en vigor el 1 de enero de 2022, ha tenido hasta enero de 2025 el siguiente resultado en su gestión: peticiones, 3,5 millones; aprobadas, cerca de 900.000; rechazadas, unas 600.000. Por tanto, quedan pendientes de tramitación 2 millones de solicitudes. Todo ello corresponde a una gestión de tres años. Cualquier empresa que tuviera esa productividad habría entrado en concurso de acreedores, pues su capacidad de competitividad sería nula: los clientes/demandantes se habrían ido a otra empresa proveedora.

No hay duda de que existe una necesidad imperiosa de realizar una gran transformación de las administraciones públicas. Creo que, en los sistemas de gestión, se deberían aplicar con mayor eficacia y rigor los avances tecnológicos.

Por esto, sucede en ocasiones que el gobierno de turno cuando aprueba alguna norma necesaria para los ciudadanos. Con ello genera ilusión, y después, al no haber respuesta, crea una especie de triste desilusión. Esto conlleva a la pérdida de confianza en el gobierno que ha creado la norma y en la política en general.

Abundando en los ejemplos, esto también sucede cuando se establecen subvenciones de cualquier índole. Sean las que se crean para ayudar a las empresas de nueva creación, estas, con la ilusión del proyecto que están generando, realizan su solicitud, que ya de por sí es compleja, con todos los documentos a aportar e informes a realizar. Siempre sucede que, cuando finalmente se aprueba por la correspondiente administración y llega el momento de recibir la transferencia, por lo general han pasado dos años. En ese momento, la empresa en cuestión ha fracasado y cerrado o ha tenido éxito y ya no necesita la ayuda pública. Quizás, si la hubiese recibido a tiempo, habría superado los problemas y continuaría activa y en mejor situación de productividad y competitividad.

En definitiva, no hay duda de que existe una necesidad imperiosa de realizar una gran transformación de las administraciones públicas. No se pueden permitir las angustiosas listas de espera que se producen en la sanidad pública, pues estas son debidas, en exclusiva, a la mala gestión tanto administrativa como de los recursos disponibles. Creo que, en los sistemas de gestión, se deberían aplicar con mayor eficacia y rigor los avances tecnológicos. Con ellos, prácticamente, los automatismos serían inmediatos. No sería necesario pedir mil veces al ciudadano información que ya poseen las administraciones, y sería muy conveniente un solo canal de comunicación con los ciudadanos.

Tampoco deseo dejar de mencionar un sistema que, sin duda, aportaría dinamicidad a la gestión: la colaboración público-privada. Esta establecería compromisos de resultado muy satisfactorios para con los ciudadanos. Toda esta transformación supondría mayor eficacia, menores costes y, ante todo, mejor credibilidad y satisfacción de los ciudadanos.

 

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