Antonio Morlanes Remiro
PRESIDENTE DE ARAGONEX
aragonex@aragonex.com · www.aragonex.com
La vida de cualquiera de nosotros, a nivel individual, familiar o profesional, difiere, en general, poco en lo relativo a la forma de gestionar las relaciones comerciales con los diferentes mercados. Para que sirva como ejemplo, si yo quiero comprarme un coche, lo primero que haré es establecer cómo y para qué lo quiero y cuánto estoy dispuesto a invertir en esa compra, una vez hecho esto, ya veré qué marca, qué concesionario y hasta el color.
También sé que, con todas estas decisiones tomadas, el coche podrá salirme un poco más barato, porque algún concesionario me ofrezca algo más de descuento, pero todo estará establecido alrededor de cómo yo haya estructurado la compra.
Creo que grosso modo estaremos de acuerdo con que esto es lo que sucede cuando decidimos establecer una relación comercial, pero no siempre es así, ya que si miramos a cómo la realiza las Administraciones Públicas, todo cambia, las reglas del comercio se visten de diferente manera, y me pregunto: ¿para agradar a quién?
Creo con toda seriedad y firmeza que esa pregunta no tiene respuesta, pues la Ley de Contratos del Sector Público tiene una característica muy definida en su objetivo, provocar que no haya un responsable concreto en el supuesto de que la operación no tenga el resultado buscado, a partir de aquí se la adorna con todo tipo de loas a lo supremo.
Dice el Preámbulo II de la citada Ley: “Los objetivos que inspiran la regulación contenida en la nueva Ley son, en primer lugar, lograr una mayor transparencia en la contratación pública, y en segundo lugar el de conseguir una mejor relación calidad-precio”. También manifiesta el Preámbulo III que “la presente Ley persigue aclarar las normas vigentes en aras de una mayor seguridad jurídica”. Podríamos continuar con declaraciones grandilocuentes que recoge esta Ley, tanto en sus preámbulos, como en su Capítulo I “Objeto y ámbito de aplicación de la Ley”, pero con estas dos reseñas es suficiente.
Si comparásemos cualquier manual de compras de las más importantes empresas del mundo con esta Ley, veríamos cómo, dentro de unas normas de funcionamiento general, el gestor de cualquiera de las áreas departamentales tiene libertad para realizar todo tipo de transacciones, al tiempo que le conlleva a responsabilizarse de sus acciones.
Pero si volvemos al Preámbulo II, el concepto transparencia es una pura entelequia que se pierde en cada uno de los pliegos concursales y, por supuesto, la mejor relación calidad-precio roza lo sublime.
Si un concurso público sale con un presupuesto base de contratación para la adquisición de un bien o un servicio, no es comprensible que se puedan entender ofertas con descuentos del 30% y 40%, la consecuencia es que quién sacó el concurso no se informó para poner la cuantía económica (muy superior a los precios de mercado) o quien concursa con esas rebajas no tiene intención de dar lo que se le solicita. Así pues, partimos de premisas faltas de todo tipo de garantías y, por tanto, dejan a la Ley carente de valor.
Además, sucede que el importante paquete de compras que realizan las Administraciones Públicas al gestionarlo de esta forma causa también una incidencia, no menor, en los ingresos presupuestarios, pues con esas bajadas de precio producen unas minusvaloraciones en los diferentes impuestos con que contaban las administraciones.
Puedo asegurar que no es entendible que el Ministerio de Hacienda permita que esto suceda, porque además termina por incrementarse el gasto cuando la compra realizada no responde a la necesidad que se pretendía cubrir.
Por tanto, mi primera consideración es que lo público está carente de buenos profesionales en su gestión, porque confunden lo barato con lo necesario y de esa forma el dinero de todos no termina cumpliendo sus fines, da la sensación de que estuviesen acostumbrados a comprar en mercadillos del montón de productos.
Y no terminan ahí las consecuencias de este sistema de gestión, ya que quienes concursan, con esas formas de conseguir el contrato, están haciendo una competencia desleal a aquellas empresas que presentan fórmulas coherentes con lo solicitado por el organismo público.
Otro daño colateral de esta aberración va destinado a los trabajadores, porque para conseguir obtener beneficio de la transacción, que lo hacen a través de esos bajos costes, disminuyen los salarios de quienes ejecutan las tareas para el organismo público que ha hecho la contratación. Si deseamos encontrar un mayor despropósito que la gestión de compras públicas, va a ser muy difícil.
Es necesario que las Administraciones Públicas tengan una reconversión importante, adecuada a la sociedad a la que dan servicio y que, además, ahora tiene instrumentos potentes y suficientes para que con ellos buenos profesionales sean capaces de administrar el dinero público con inteligencia y óptimos resultados.
El servicio público no es el lugar de relajo en el que no pasa nada a pesar de lo que suceda con acciones despreocupadas, el interés por su trabajo, el de los funcionarios, debe ser el que tenga como único objetivo alcanzar el mejor servicio al ciudadano, estos han depositado su confianza en ellos, pagan por eso y, por tanto, defraudarlos no tiene un buen resultado.
Compras e inversiones las necesarias, pero hechas con el propósito finalista de para qué se hacen y no como un juego de subasta al mejor postor, por lo que como objeto no se recibe otra cosa que una mala oferta, barata, pero mala.
Artículo incluido en el número 146 de la revista Actualidad de las Empresas Aragonesas, publicado en febrero de 2022. El número completo se puede consultar aquí